La memoria es más polémica pero más democrática que el olvido.
Rocío Silva Santisteban
Un memorial o también llamado “monumento a la memoria” como la estatua de Miguel Grau o “El ojo que llora” son espacios urbanos que tienen un sentido simbólico para marcar un hito en la historia de la nación. En todos los países del mundo hay memoriales: en Washington, por ejemplo, está el famoso Vietnam Veterans Memorial y en El Escorial el monumento del Valle de los Caídos, cuya grandilocuencia dice mucho de la estética franquista.
A finales de la década del 80, en Viena se exhibían cerca del famoso “Ring” muchas fotos de una historia que los austriacos no querían recordar: la adhesión de Austria al Tercer Reich. Luego de que los vieneses vieran las fotos de sus propias calles durante aquel 13 de marzo de 1938 poblada de arios felices levantando banderitas nazis y al costado las fotos de algunos meses después de ciudadanos judíos camino al gueto y luego a los campos de exterminio, se levantó una gran polémica que dividió literalmente al país en dos. ¡Qué exagerados –pensaba yo obtusamente en esa época– tanta chilla por algo que ha sucedido hace 50 años! Estaba tan equivocada. Sucedía todo lo contrario: el tema de si Austria había sido invadida o adherida con regocijo no se había discutido nunca públicamente a esos niveles. Por esos días una obra de teatro había iniciado la polémica: Heldenplatz, de Thomas Bernhard. La obra no solo reconocía los escarceos austriacos con Hitler, sino que conminaba a sus compatriotas acusándolos de estar de acuerdo con la “solución final”. A los socialistas, patriotas y demás ciudadanos sensibles al holocausto, no les hizo nada de gracia. Tampoco a otros menos sensibles: Thomas Bernhard fue golpeado por dos barrenderos ofendidos (lo cual me hizo pensar en ese entonces sobre el grado de información de los barrenderos austriacos). Algunos años después todos los espectadores incómodos de Heldenplatz pudieron ver de cerca y vivir las consecuencias de ese embalse amnésico: el triunfo del ahora finado Joerg Haider y sus propuestas políticas de extrema derecha.
Por eso, aunque la memoria y el recuerdo sean duros y dolorosos, es preciso transitarlos porque es la manera adecuada de ir sanando las heridas y sobre todo de reaccionar positivamente ante el trauma. El trauma cuando no es simbolizado y “llevado hacia la palabra, hacia la vida” como dice la psicoanalista búlgara Julia Kristeva, permanece en la pura pulsión, sin representación, convertido en una densidad opaca y ambivalente, capaz de aparecer como un géiser violento a la vuelta de la esquina. La memoria por sí sola no regenera: pero es un primer paso para evitar tropezar con la misma piedra. “No podemos estar condenados a festejar alegremente el olvido y a contentarnos con los vanos placeres del instante –sostiene Tzvetan Todorov–, los individuos y los grupos tienen el derecho de saber y por tanto de conocer y dar a conocer su propia historia, no corresponde al poder central prohibirlo o permitirlo”. La supresión de la memoria es en realidad un arma de los estados totalitarios.
Por eso mismo un grupo de peruanos –entre los que se encuentran Mario Vargas Llosa, Fernando de Szyszlo y Gustavo Gutiérrez– nos hemos sentido perturbados por la negativa que expresó el embajador peruano en Berlín ante el gobierno de Angela Merkel de aceptar dos millones de dólares para crear y construir un Museo de la Memoria. Un museo que, por supuesto, incluya la muestra Yuyapanaq que es, sin lugar a dudas, un testimonio veraz de los hechos que convirtieron a nuestro país en un lugar de trincheras y fosas comunes. No olviden –quienes suelen criticar a la CVR– que la muestra incluye un espacio muy amplio y altamente emotivo que da cuenta también del dolor de las viudas de los militares y policías asesinados. Cierto es que cualquier gobierno puede aceptar o rechazar donaciones; pero también es cierto que es mucho más democrático y liberador darle dignidad simbólica a una historia que nos ha desgarrado y nos sigue lacerando.
A finales de la década del 80, en Viena se exhibían cerca del famoso “Ring” muchas fotos de una historia que los austriacos no querían recordar: la adhesión de Austria al Tercer Reich. Luego de que los vieneses vieran las fotos de sus propias calles durante aquel 13 de marzo de 1938 poblada de arios felices levantando banderitas nazis y al costado las fotos de algunos meses después de ciudadanos judíos camino al gueto y luego a los campos de exterminio, se levantó una gran polémica que dividió literalmente al país en dos. ¡Qué exagerados –pensaba yo obtusamente en esa época– tanta chilla por algo que ha sucedido hace 50 años! Estaba tan equivocada. Sucedía todo lo contrario: el tema de si Austria había sido invadida o adherida con regocijo no se había discutido nunca públicamente a esos niveles. Por esos días una obra de teatro había iniciado la polémica: Heldenplatz, de Thomas Bernhard. La obra no solo reconocía los escarceos austriacos con Hitler, sino que conminaba a sus compatriotas acusándolos de estar de acuerdo con la “solución final”. A los socialistas, patriotas y demás ciudadanos sensibles al holocausto, no les hizo nada de gracia. Tampoco a otros menos sensibles: Thomas Bernhard fue golpeado por dos barrenderos ofendidos (lo cual me hizo pensar en ese entonces sobre el grado de información de los barrenderos austriacos). Algunos años después todos los espectadores incómodos de Heldenplatz pudieron ver de cerca y vivir las consecuencias de ese embalse amnésico: el triunfo del ahora finado Joerg Haider y sus propuestas políticas de extrema derecha.
Por eso, aunque la memoria y el recuerdo sean duros y dolorosos, es preciso transitarlos porque es la manera adecuada de ir sanando las heridas y sobre todo de reaccionar positivamente ante el trauma. El trauma cuando no es simbolizado y “llevado hacia la palabra, hacia la vida” como dice la psicoanalista búlgara Julia Kristeva, permanece en la pura pulsión, sin representación, convertido en una densidad opaca y ambivalente, capaz de aparecer como un géiser violento a la vuelta de la esquina. La memoria por sí sola no regenera: pero es un primer paso para evitar tropezar con la misma piedra. “No podemos estar condenados a festejar alegremente el olvido y a contentarnos con los vanos placeres del instante –sostiene Tzvetan Todorov–, los individuos y los grupos tienen el derecho de saber y por tanto de conocer y dar a conocer su propia historia, no corresponde al poder central prohibirlo o permitirlo”. La supresión de la memoria es en realidad un arma de los estados totalitarios.
Por eso mismo un grupo de peruanos –entre los que se encuentran Mario Vargas Llosa, Fernando de Szyszlo y Gustavo Gutiérrez– nos hemos sentido perturbados por la negativa que expresó el embajador peruano en Berlín ante el gobierno de Angela Merkel de aceptar dos millones de dólares para crear y construir un Museo de la Memoria. Un museo que, por supuesto, incluya la muestra Yuyapanaq que es, sin lugar a dudas, un testimonio veraz de los hechos que convirtieron a nuestro país en un lugar de trincheras y fosas comunes. No olviden –quienes suelen criticar a la CVR– que la muestra incluye un espacio muy amplio y altamente emotivo que da cuenta también del dolor de las viudas de los militares y policías asesinados. Cierto es que cualquier gobierno puede aceptar o rechazar donaciones; pero también es cierto que es mucho más democrático y liberador darle dignidad simbólica a una historia que nos ha desgarrado y nos sigue lacerando.
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