Antenor Maraví Izarra (*)
El poeta inglés, John Donne, en su inspirada “Meditación XVII”, allá por los años 1620, escribió: La muerte de cualquier ser humano,/ me disminuye porque soy parte de ese ser,/ ligado a la humanidad; por eso, nunca pregunten/ por quién doblan las campanas/ doblan por ti, doblan por todos nosotros,/ - al que añadimos – y, cuando esa campana, se empoza en el rostro doliente de un joven, como fruto de la insania, sus tañidos son más fuertes. Laceran el alma, y nos enciende de rabia y un hondo dolor.
Tal el censurable hecho ocurrido en agravio del estudiante Walter Arturo Oyarce Domínguez, hincha del Club Alianza Lima, a quien los barristas del Club Universitario de Deportes, le causaron una cruel y absurda muerte en momentos en que presenciaba con sus amigos el tradicional clásico, desde un palco del Estadio Monumental.
Como dijera, nuestro siempre recordado e insigne poeta, César Vallejo, este grupo de vándalos, le dieron con todo a Walter Oyarce, sin que él, les haya hecho nada, lo persiguieron, lo arrastraron, lo vilipendiaron, y en una especie de danza macabra, finalmente lo levantaron en vilo, lanzándolo diez metros más abajo. No les importó en absoluto las cámaras, ni los gritos de piedad de varios niños que compartían los ambientes con sus familiares, cual engendros bárbaros de Atila, terminaron arrasando con todo lo que encontraban a su paso, convertidos en una terrible vorágine letal.
¿Qué está sucediendo?, ¿Por qué tanta violencia?. Algunos señalan, que es el síndrome infestado de la violencia vivida en los años 80 y 90, que tanta muerte y dolor causó al país, que aún aletea debido al descontrol y la anoxia preventiva y operativa de las instituciones llamadas a coadyuvar la paz y el orden público, que al parecer, como el caso de la condenable muerte de dos oficiales en el reciente atentado contra un helicóptero en el VRAE, son inobjetables indicadores de que se siguen improvisando las tareas de seguridad ciudadana y control interno. Y otros tantos, señalan como causantes a esa prensa exacerbada en frivolidades e informaciones carentes de respeto a la dignidad humana, de cuyas entrañas, todos los días, la falta de respeto a la escala de valores, fluye a raudales, bañadas de sangre y dolor constante.
Lo cierto es que, cual sea el nudo gordiano de estas lamentables pasiones encontradas, a pesar de todo lo vivido y sufrido tantos años de violencia, la sociedad y nuestros gobernantes no han aprendido a respetar ni hacer respetar el derecho a la vida. Alevemente seguimos resistiéndonos a cumplir la promesa del artículo uno de nuestra carta magna, que establece que la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado peruano.
Somos pues, sin duda, un pueblo no solo de grandes ironías, sino también de grandes choques de ironías, donde la muerte es el pan nuestro de cada día. Hemos empezado nuevamente a confrontar tiempos de vergüenza nacional, marcado de horror y deshonra, signado por la muerte y la denigrante imagen del vandalismo, que lamentablemente empezó a recorrer el mundo.
El fútbol, siempre ha sido y debe continuar como una fiesta auténtica de sano entretenimiento masivo, en la que los aficionados han sabido exteriorizar sus manifestaciones, como un grito de amor que se lanza al cielo, en pro o en contra del equipo contendor, pero nunca como una loa a la muerte. Por consiguiente, quiénes han incurrido o causado la execrable muerte de Walter Oyarce, deben ser sancionados ejemplarmente.
(*) www.lavozdeica.com