Con la sumatoria de nuestra grata complacencia, y las consiguientes
felicitaciones, publicamos el cuento finalista de la XVI Bienal de Cuentos
"Premio Copé Internacional 2010" que pertenece al desracado poeta yescritor: Ausgusto Rojas Gasco, ex distinguido docente de la Universidad
Nacional San Luis Gonzaga de Ica. El cuento, figura en el Libro Ayaymama,
editado por la Empresa PETROPERU S.A.
En la estancia
Augusto
Rojas Gasco
El
fuete se estrelló en su cuerpo como un fogonazo que lo arrojó del caballo y lo
aplastó contra el suelo, y todo fue un ataque de pánico y un dolor de carnes y
huesos que lo ofuscaron, hasta el punto de que no atina sino a revolcarse, a
intentar escapar arrastrándose, a escudarse con los brazos al divisar que su
agresor tras apearse de su cabalgadura se impulsa para patearlo, a dar alaridos
cuando el golpe en el estómago lo dobla de dolor y un segundo puntapié en el
pecho lo deja tendido boca abajo sobre el suelo. Sobre ese suelo de tierra
apisonada donde su verdugo lo deja, con el fin de retornar a su caballo, sacar
de la alforja una botella de aguardiente y beber del gollete. Y donde él,
mientras tanto, atormentado por el dolor, se abandona para, aprovechando ese
respiro, recuperarse aunque sea un poco, y al mismo tiempo para decidir cómo
enfrentará a su enemigo, porque de todos modos tendrá que enfrentarlo. Pero no
tiene tiempo de nada: un griterío lo sobresalta. Es el barullo de los invitados
a la yunza y de los músicos, que han venido de diversos puntos de la explanada
y han formado un ruedo alrededor de él y del bandolero.
—Es
el cholo Eustaquio.
—Sí.
Veinte años en la cárcel lo han envejecido
—No
aguantará. Está acabado.
Él
sólo logra captar el mensaje mal agüero de algunos de esos chillidos; pero pronto
se olvida de ese bullicio y se concentra en sus propias cavilaciones y temores
que lo asaltan a la vista, no ya de los asistentes a la yunza, sino de ese
cholo alto, joven, fuerte, colorado, de ojos zarcos, con el carrillo abultado
por una bola de cal y coca, con una botella de aguardiente en la mano, que lo
está mirando burlonamente y se dirige a él con insultos, y que en cualquier
momento lo embestirá otra vez. Sólo esos pensamientos lo atormentan. Pero, a
poco desde el pretil de la casa le llega un grito, una voz chillona que azuza
al bandido.
—
Zarco… ¿Qué esperas para matar a ese indio miserable?… ¡Acábalo de una vez!…
¡Qué esperas!
No
necesita divisarla para saber quién es. Es doña Santos, la dueña de esa
estancia pequeña, con su casa de adobe y techo de tejas; con su tienda; con
eucaliptos, sauces y moras, bordeando la explanada; con el árbol de la yunza al
centro, y más a la derecha la chacra; y a la izquierda el maguey, la acequia y
la pirca del camino. Es la viuda sin hijos, la mujer que tiempo atrás había
perdido la piedad por los demás. Le conoce la voz, porque cuando era el bandido
más temido, y no el viejo de ahora, ella lo había recibido con afecto; y porque
la había escuchado no hacía mucho, cuando tras detener su marcha hacia la
chacra que había heredado de sus padres, cometió el desatino de entrar en la
estancia para proveerse de víveres.
— ¡Lárgate! —le había gritado ella al reconocerlo, antes
de que desmonte—. ¡Si vuelves, te echaré los perros, indio maldito!
Y él, que no
buscaba problemas, había doblado el pescuezo de su caballo para salir y
continuar su camino, cuando de pronto entraron los bandoleros como demonios,
con el poncho arremangado sobre el hombro, el sombrero a la pedrada, empuñando
fusiles máuser, con machetes y puñales sujetos a la cintura; y el cabecilla de
éstos, el zarco, apenas lo avistó le asestó a bocajarro el fuetazo. Esa
quemazón que, con fuete de cuero trenzado, le había abierto la piel, lo había
arrojado de su cabalgadura y había empezado el suplicio que lo tiene ahora casi
muerto en el suelo.
Por eso no
necesita verla para saber quien es. Sólo le preocupa el efecto que sus palabras
desaten en el bandido, porque se da cuenta de que ella conoce a éste. Además,
sabe de sobra que en la tienda de ella se abastecen todos los forajidos y por
eso la respetan.
—Zarco... ¿Qué te
pasa?... Qué esperas para matar a ese indio... ¿Qué te pasa?... ¡Mátalo de una
vez...! ¡Qué esperas!… ¿Acaso le tienes miedo?
—Ya la escuché,
patroncita —le responde el bandido, mientras hacía chasquear el fuete—. No se
apure, patrona, aguántese, que a éste lo mato a poquitos... Para que sirva de
escarmiento, carajo... Para que todos sepan quién mató al cholo Eustaquio...
Pero no lo voy a matar con arma, ni a golpes... Lo voy a matar a rebencazos,
como a perro sarnoso, carajo... Y tú, mi amigo —se dirige ahora con sorna a
Eustaquio—: Te hemos seguido desde que llegaste de la cárcel de Cajamarca... En
el pueblo les decía a mis muchachos que te íbamos a agarrar en la estancia de
doña Santos, y ya ves... te atrapé, carajo... Y nadie dirá que maté a un viejo
indefenso, porque aquí todos dicen que eres el criminal más temido, jijuna...
Mejor te hubiera ido en la cárcel de Cajamarca... Dejuro... Ahora te quiero
ver... Te quiero ver, carajo, pidiendo perdón de rodillas... Orinándote en tus
pantalones... Dejuro... Pidiendo que te mate, carajo,... Porque no vas a poder
aguantar los rebencazos, viejo jijuna... ¡No vas a poder... no vas a aguantar,
carajooo...!
Él permanece en
silencio. Con el corazón al galope. Asombrado escucha el ruido de esos latidos.
Un ruido tan violento como el que hace el chasquido del fuete. Está viejo pero
no tanto como aparenta; sin embargo, se siente más viejo y débil que nunca. Con
el antebrazo comprueba que el puñal de treinta centímetros se encuentra
colgando de su cadera, en su cinto. Arma que la usará en el momento oportuno.
Mientras tanto debe aguantar. Pero, ¿podrá aguantar? No podrá aguantar ni siquiera
los primeros latigazos. Ha querido cerrar los ojos, pero los ha abierto más,
los ha agrandado para ver al bandido que levanta con ímpetu el fuete... y lo
descarga. Un fuetazo. Dos. Tres. El bandido, furibundo, lo azota en aspa.
Cuatro fuetazos. Cinco. La estancia comenzó a poblarse de gritos, de relinchos
y ladridos. Seis fuetazos. Siete. Ocho. Nueve. No podrá aguantar. Cada fuetazo
es una quemazón que le hace gritar y gemir, que lo empuja a brincos hacia el
maguey, hacia la acequia. El cuerpo se le ha ido despellejando en tiras y
pintando de sangre. Diez fuetazos. Once. Doce. Trece. Ahora comenzó a sentir
dolores diferentes, desde más adentro. Ahora es cuando empezaron los quejidos
para dentro; cuando, además, sintió que algo interno se le descolgaba, que le
costaba trabajo respirar. Que se estaba muriendo. Pero es también, cuando él,
de pronto, se incorpora como un rayo y ante el asombro de los presentes le
asesta al bandido, sin darle tiempo ni para resollar, un puñetazo en la nariz,
otro en el estómago y otro en el mentón. Derribándolo.
Pero el zarco es
cholo recio, se incorpora de un brinco y, olvidando el fuete que se le ha ido
de la mano, acomete con puntapiés y puñetazos violentos. Golpes que a veces
Eustaquio logra sortear rotando sobre sus talones, agachándose, pero que las
más de las veces le sacuden la cabeza, le aplanan la nariz, le aplastan las
orejas, los riñones, las canillas. Entonces, comprendiendo que por la velocidad
de los golpes le es imposible contrarrestar a distancia el ataque, Eustaquio
arremete con la cabeza gacha, a riesgo de que le partan los labios y los
pómulos, y logra abracar al bandido por la cintura, fuertemente, haciéndolo
trastabillar, y finalmente haciéndole, con una zancadilla, caer de culo.
Oportunidad que aprovecha para martillarlo en el suelo con puntapiés en el
estómago, en las orejas, en todo el cuerpo. Pero ocurre que el bandido, tras
bloquear la última patada con una mano, coge con la otra la pierna que sirve de
apoyo a Eustaquio y lo derriba, y enseguida se le abalanza, y con los brazos le
enlaza el cuello y comienza a estrangularlo recostado sobre él. Eustaquio
entonces siente que se asfixia como una gallina acogotada, y, como por más que
pugna no puede librarse de ese nudo de acero, clava con rabia dos dedos en
forma de horqueta en los ojos de su rival, consiguiendo que éste a tiempo que
lanza un grito de dolor le quite los brazos. Lo que sí no pudo evitar Eustaquio
fue que el bandido, en su desesperación y como único recurso, le planche el
pecho con la suela de su bota y lo lance rodando unos metros.
Luego hubo una
tregua. Eustaquio no bien se detuvo, se sentó y, resollando, empezó a limpiarse
con el poncho la sangre que le fluía de la nariz y de los labios, en tanto que
el zarco, con el rostro también ensangrentado, se restregaba los ojos y echaba
maldiciones. Pausa que ambos, cansados y adoloridos como estaban, hacen durar
más de lo previsto, a pesar de que los invitados les reclaman reanudar la
pelea, y de que doña Santos fustiga sin misericordia al bandido, exigiéndole a
gritos que liquide de una vez por todas al cholo. Tregua que pudo durar más todavía,
de no haber sido porque de pronto uno de los secuaces del Zarco, desde su
montura, le arroja a éste un machete que casi le cae en las manos. Eustaquio
entonces, advirtiendo esa maniobra, se incorpora rápidamente, se despoja del
poncho y dirige la diestra hacia la cintura y saca el puñal; pero no puede
usarlo, porque, viendo que el zarco se encontraba a un palmo ya de él, con el
machete en descenso, salta ágilmente hacia un costado para esquivar la hoja.
Luego brinca otra vez para evitar un segundo machetazo. Lo mismo, ante un
tercer machetazo. La rapidez con que el zarco blande el arma obliga a Eustaquio
a retroceder a brincos, a la espera de que su rival, por el cansancio, afloje
su ataque y le ofrezca un flanco descuidado por donde hundir el puñal. Pero
choca con la mesa del banquete, y esta vez con dificultad esquiva la hoja, que
pasa y se estrella en el tablero con tal violencia, que lo raja, a la vez que hace
saltar en pedazos la vajilla con su contenido. Cuando el bandido, más
enfurecido por su desafortunado embate, se vuelve otra vez con el machete en
alto, no puede bajarlo, porque Eustaquio con la zurda rápidamente le aprehende
la mano, a la par que con la diestra le envía el puñal de abajo arriba. Pero el
zarco, a su vez, con increíble habilidad captura la mano con el puñal antes de
que éste penetre en su cuerpo. Se produce entonces un forcejeo. Ambos contienen
la mano del otro, la mano con el arma, al mismo tiempo que se aplican
rodillazos, y cabezazos. Enredo que es breve, porque en un descuido del zarco,
el cholo hace fintas de cintura, y se zafa, y enviando el puñal velozmente
hacia atrás lo hunde en el brazo izquierdo de su rival, y enseguida se vuelve
para embestir nuevamente, pero, el zarco, advertido, recula el pie derecho,
ladea el cuerpo, y a la par que sortea al cholo le descarga un machetazo feroz
en las costillas.
Cuando Eustaquio
cae ya entraba la noche y del cielo encapotado se precipitaba un aguacero de
diluvio. En tanto que no muy lejos, por los cerros, empezaron a sentirse los
rayos, los truenos y los relámpagos. Sólo entonces Eustaquio comenzó a oír el
bramido del Río Chotano, que probablemente a esa hora arrastraba árboles, lodo,
o algún animal muerto. Sólo en ese momento, también, atisbó la dolorosa herida
que sangraba; una herida que, habiendo el machete tajado su camisa de lino y
penetrado por debajo de la axila, le permitía ver parte de sus costillas. Pero
el cholo tiene el alma bien puesta. No siente miedo ni desesperación, sino
rabia de estar viejo, y también deseos de reposar apaciblemente bajo ese
aguacero, sobre ese suelo de piedrecillas y lodo. De buena gana se hubiera
abandonado allí, esperando a que su enemigo lo remate; pero el deseo que
súbitamente le asaltó de vivir, de pasar los últimos años de su vida en la
chacra de sus padres, rodeado de nostalgias y de paz, le hizo cambiar de
parecer. Entonces fue cuando el cholo, a la vez que lanza un grito
estremecedor, haciendo un esfuerzo sobrehumano se incorpora como un loco, y
voltea con el puñal para embestir al zarco, pero es también cuando éste, que
está parado detrás de él con el machete en alto, le descarga un feroz tajo, y
enseguida, desdeñando el «crac» de hueso partido y el gemido ronco, se endereza y eleva
otra vez rápido la hoja a fin de asestarle un segundo tajo, el machetazo
definitivo. Pero el cholo, con una rapidez del demonio, con un movimiento que
nadie vio, le hundió el puñal en la boca del estómago de abajo arriba, con tal contundencia
que el bandido cayó fulminado. Casi enseguida cayó Eustaquio. Ambos quedaron en
un lodazal enrojecido, tiesos, remojándose en el aguacero infernal.
Tomado del libro
"Ayaymama y los cuentos ganadores y finalistas de la XVI Bienal de Cuento
«Premio Copé Internacional 2010». Ediciones PETROPERÚ
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