Raúl Zibechi(*)
A medida que pasan los días y van apareciendo algunos resultados de la “crisis financiera”, cobra consistencia la sospecha de que el “pánico” y la estampida de capitales fue una maniobra urdida por las elites para conseguir una tajada gruesa de los fondos estatales, sobre todo de la Unión Europea. Las bolsas reaccionaron a la baja luego de los 700 mil millones de dólares decididos por el Congreso estadounidense en apoyo del Plan Paulson. Pero recobraron la euforia el lunes 13 luego de conocerse que la Unión Europea (UE) dedicará 2,1 billones de dólares (tres veces el Plan Paulson) a salvar sus bancos.
En total, tres billones de dólares cash, a los que hay que sumar los fondos liberados antes para salvar otras instituciones tanto en Estados Unidos como en la UE, y las sucesivas inyecciones que vienen haciendo los bancos centrales y la reserva federal desde hace un año. Es posible que las cifras totales salidas de las arcas estatales alcancen los 6 billones de dólares. El PIB de China; casi seis veces el de Brasil. ¿Quién no estaría eufórico?
Tal vez sea cierto, como apunta William Engdahl (Rebelión, 14/10/08) que Alemania e Inglaterra se salieron del libreto estadounidense, cuyo sector financiero habría generado pánico bancario (“un pánico preplanificado”), dejando caer a Lehman Brothers, para aumentar su poder y el control de la política de Washington. Los hacedores de la crisis esperaban que los europeos corrieran a rescatar las hipotecas basura de Wall Street, con lo que se hubieran “destruido lo que quedaba de las instituciones bancarias y financieras sanas de la UE”. Según ese análisis, la nacionalización parcial decidida por el Reino Unido de sus más importantes bancos, medida seguida por Alemania, habría impedido que la maniobra de Paulson fuera a más. Es posible. Sin embargo, todo indica que las medidas tomadas por la UE tienen mucho en común con las políticas de Washington: se limitan a retoques sin atacar los problemas de fondo. En las últimas semanas, a medida que escala la caída de las bolsas, se difundió la especie de que la causa de la crisis es la desregulación del sistema financiero, y que el establecimiento de adecuados controles estatales podrá acotar los problemas y atajar crisis futuras.
Nada más lejano de la realidad. La financierización de la economía fue una decisión del capital para, precisamente, eludir los controles y evitar verse amarrado por pactos que limitaban su acumulación. El proceso que levantó vuelo a comienzos de la década de 1970 y está implosionando ahora, está lejos de ser un accidente del sistema: se ha convertido en su núcleo duro. El pacto social conocido como Estado del Bienestar, o sea un trato entre el Estado, los empresarios y los sindicatos para regular la economía, supuso rígidos controles a cada uno de los actores. La cosa funcionó, como bien recuerda Mike Davis (Sinpermiso, 12/16/08) por el “levantamiento de los trabajadores industriales” que no dejaron otro camino al capital que aceptar, no su asutolimitación cosa que nunca aceptó, sino la vigilancia activa del Estado y los sindicatos.Pero cuando la beligerancia obrera y de los pueblos del Tercer Mundo pusieron en peligro la continuidad de la acumulación en la producción real, el capital optó por volatilizarse, saltar los controles y para eso se convirtió en capital financiero. David Harvey denomina este proceso como acumulación por desposesión (“El nuevo imperialismo”). El capital fijo, enterrado en bienes de producción, se trasmutó en capital financiero obteniendo así nuevos grados de “libertad”.
O sea, asistimos al retorno de la lógica de la rapiña que caracterizó la acumulación originaria en los albores del capitalismo, que conocemos como Consenso de Washington o neoliberalismo.En los últimos treinta años, este capital especulativo hizo añicos el planeta. Primero a los países más pobres a través de la crisis de la deuda de los 80, que significó monumentales transferencias del Sur al Norte. Más tarde, un capital especulativo aún más concentrado, e incrementado por los fondos de pensiones, lanzó la crisis de 1997 con la que buscó que Asia terminara financiando la creciente deuda de Estados Unidos. Ahora, todo indica que la mira estuvo puesta (o está aún) en la Unión Europea y en los países emergentes. En la medida que estos se muestran cada vez más reacios a seguir sufragando los gastos de manutención del imperio, un imperio que además no consigue estabilizarse, el cerco se estrecha cada vez más sobre las economías “amigas”. La próxima víctima, además de las capas medias y los trabajadores europeos, serán los propios estadounidenses.
La expansión del gasto militar ya no puede seguir tirando de la economía, como sucedió luego de la Gran Depresión. Peor aún: cada vez son más los que, en el corazón del imperio, consideran que el elevado gasto militar para mantener el poder del 1% de la población, se sostiene a costa de desmantelar los servicios de salud que están llevando a sectores importantes de la población a condiciones de vida latinomericanas. Un buen ejemplo para europeos y estadounidenses: en Argentina la brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de 12 veces en 1986, poco después de finalizar la peor dictadura. En la década neoliberal de los 90 trepó a un promedio de 22 a 26 veces, para escalar a 58 veces en el pico de la crisis, entre 2001 y 2002. En los útimos cinco años fue descendiendo paulatinamente, para ubicarse en 36 veces, tres veces más que la herencia que dejaron los militares genocidas. ¡Ni las terribles dictaduras consiguieron empobrecernos tanto como las “crisis” fabricadas por el caputal financiero!
El capital financiero es una suerte de Terminator, una máquina destructiva que se mantiene activa destruyendo y engullendo los trozos. Saldrá de esta crisis más concentrado aún, con mayor poder para eludir o neutralizar controles. Así viene funcionando en América Latina en las tres últimas décadas. Esta máquina no se detiene por sí sola, ni por disposiciones que regulen algunos aspectos de su funcionamiento. Puede disminurise su poder letal, pero en modo alguno puede cambiar su condición. Sólo destruyéndola, dejará de destruir. Sólo existen dos modos conocidos para proceder a esa destrucción. La más segura, son los levantamientos populares, los “Ya Basta” y los “que se vayan todos”, de los cuales América Latina tiene, desde el Caracazo de 1989, una novedosa y rica tradición. La segunda, es la vigorosa intervención de gobiernos decididos a cambiar el rumbo. También tiene este continente algunos buenos ejemplos en ese sentido. “La llamada economía de los papeles estaba sometiendo a la economía productiva. Eso se tiene que acabar”, dijo Lula. Cuando algún gobierno de la región toma medidas en ese sentido, el capital financiero reacciona con virulencia, como sucedió en Santa Cruz, Bolivia. Es un buen momento para seguir los mejores ejemplos. Entre ellos, el del presidente de Ecuador, quien le dijo basta a la multinacional brasileña Odebrecht, cansado de que se burlara del Estado, aún a riesgo de que el poderoso Brasil reaccione retirando inversiones. No hay capitalismo bueno. Por eso, entre esperar la intervención de los gobiernos y decidirse por desbaratar la máquina depredadora desde abajo, la opción es clara.
(*)Periodista uruguayo, docente e investigador en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor de varios grupos sociales.
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